viernes, 16 de abril de 2010

LA SANGRE AL RIO



Llegó la sangre al río. Todos los ríos eran una sangre, y por las carreteras de soleado polvo — O de luna olivácea— Corría en río sangre ya fangosa y en las alcantarillas invisibles el sangriento caudal era humillado por las heces de todos.

Entre las sangres todos siempre juntos, juntos formaban una red de miedo. También demacra el miedo al que asesina, y el aterrado rostro palidece, frente a la cal de la pared postrera, como el semblante de quien es tan puro que mata.

Encrespándose en viento el crimen sopla. Lo sienten las espigas de los trigos, lo barruntan los pájaros, no deja respirar al transeúnte ni al todavía oculto, no hay pecho que no ahogue: Blanco posible de posible bala.

Innúmeros, los muertos, crujen triunfantes odios de los aún, aún supervivientes. A través de las llamas se ven fulgir quimeras, y hacia un mortal vacío clamando van dolores tras dolores. Convencidos, solemnes si son jueces según terror con cara de justicia, en baraúnda de misión y crimen se arrojan muchos a la gran hoguera que aviva con tal saña el mismo viento, y arde por fin el viento bajo un humo sin sentido quizá para las nubes. ¿Sin sentido? Jamás.

No es absurdo jamás horror tan grave. Por entre los vaivenes de sucesos —Abnegados, sublimes, tenebrosos, Feroces— La crisis vocifera su palabra de mentira o verdad, y su ruta va abriéndose la Historia, allí mayor, hacia el futuro ignoto, que aguardan la esperanza, la conciencia de tantas, tantas vidas.

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