Cuánta tristeza en una hoja del otoño, dudosa siempre en último extremo si presentarse como cuchillo. Cuánta vacilación en el color de los ojos antes de quedar frío como una gota amarilla.
Tu tristeza, minutos antes de morirte, sólo comparable con la lentitud de una rosa cuando acaba, esa sed con espinas que suplica a lo que no puede, gesto de un cuello, dulce carne que tiembla.
Eras hermoso como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado. Transparente como la repugnancia a un sol ubérrimo, tibia como ese suelo donde nadie ha pisado, lento como el cansancio que rinde al aire quieto.
Tu mano, bajo la cual se veían las cosas, cristal finísimo que no acarició nunca otra mano, flor o vidrio que, nunca deshojado, era verde al reflejo de una luna de hierro.
Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía una triste burbuja rompiendo entre los dientes, como la débil palabra que casi ya es redonda detenida en la lengua dulcemente de noche.
Tu sangre, en que ese limo donde no entra la luz es como el beso falso de unos polvos o un talco, un rostro en que destella tenuemente la muerte, beso dulce que da una cera enfriada.
Oh tú, amoroso poniente que te despides como dos brazos largos cuando por una ventana ahora abierta a ese frío una fresca mariposa penetra, alas, nombre o dolor, pena contra la vida que se marcha volando con el último rayo.
Oh tú, calor, rubí o ardiente pluma, pájaros encendidos que son nuncio de la noche, plumaje con forma de corazón colorado que en lo negro se extiende como dos alas grandes. Barcos lejanos, silbo amoroso, velas que no suenan, silencio como mano que acaricia lo quieto, beso inmenso del mundo como una boca sola, como dos bocas fijas que nunca se separan.
¡Oh verdad, oh morir una noche de otoño, cuerpo largo que viaja hacia la luz del fondo, agua dulce que sostienes un cuerpo concedido, verde o frío palor que vistes un desnudo.
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