viernes, 27 de agosto de 2010

FOTOGRAFIAS VELADAS POR LA LLUVIA


Cuando los merenderos de septiembre dejaban escapar sus últimas canciones por las colinas del Genil, yo miraba la luz, como una flor envejecida, caerse lentamente. Lo recuerdo. Y recuerdo en mi piel la enfermedad de las horas inciertas. Por los alrededores la mirada del niño primogénito parecía saberlo. Bombillas contra un cielo sin fondo, pintura de las mesas más pobre y sin verano, botellas dejadas sin un solo mensaje y la radio sonando con voz de plata como los álamos del río. Antes que los humanos los objetos aprenden a vivir en otoño.

Hasta un golpe de lluvia.

Entonces sí hay mujeres y hombres que corren al invierno con gritos sorprendidos todavía en la palabra agosto. La lluvia de repente que le devuelve a España su existencia de periódico antiguo y pone hacia el final de las películas un beso triste, un dolor censurado. Del verano se sale igual que de un recuerdo.

Nunca lo detenemos en sus noches crueles de calor, ni se queda en nosotros la insistencia quemada de las calles, los fantasmas eróticos que jamás desembocan en un cuerpo, noches de alcohol sin nadie, la cuchilla del frío repentino, la
humillación de los amaneceres.

Pero del mismo modo al recuerdo se vuelve igual que a los veranos, con ganas de tocar el mar, como un tiempo más nuestro, la leyenda arruinada del nosotros más puro, una memoria de la felicidad que duele, nos desarma y rueda en las colinas de la tarde y nos busca después cada septiembre como los álamos del río en esa flor envejecida de nuestra propia casa. Los pecados del tiempo son pecados mortales.

Y al fin todo se apaga, se deshacen en lluvia los tiranos, las mañanas de iglesia, los titulares del periódico, la voz que dice no o que confirma un precio, y también lo más noble, esa costumbre del olvido que va imponiendo sus fronteras, porque el amor no sabe detenerse y su fatalidad es la del agua. Cosas como un reloj en el brazo del niño que miraba la tarde, como una marca de electrodomésticos, una casa marina, atardeceres rojos en la universidad, una canción, un jardín provinciano.

O tal vez aquel coche que regresaba de los merenderos, estampa negra, temblor cerrado a combustible, persiguiendo la lluvia con sus faros entre los quitamiedos, en los recodos de la carretera. Oigo ahora su estrépito, el de un motor antiguo, y lo veo que cruza el bulevar de los sueños perdidos hasta que se detiene delante de una casa. Paseo de la Bomba, 18.

Alguien abre la puerta. Los niños corren y desaparecen. Cuando la muerte quiera una verdad quitar de entre mis manos las hallará vacías. Al cerrarme los ojos se mojará los dedos con la lluvia. Nos duele envejecer, pero resulta más difícil aún comprender que se ama solamente aquello que envejece.

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