domingo, 15 de agosto de 2010

LA CIUDAD Y LOS PAJAROS

Estruendo de humo y trenes. Edificios que giran en su exacto equilibrio. Pequeño sol agónico, apenas un recuerdo.

Máquinas que danzana una velocidad domesticada por la mano. Trópico que la altura y la ciudad amancebaron. Y jardines, jaulas donde encerramos nísperos, dalias o nogales: extranjeros en la ciudad de cemento. Y árboles, como bestias amarradas a su pesebre.

Y el toro, que fue herido por la purísima mano del maestro, hace la última rumia de su sangre y se desploma.

Y es también imposible, inexplicable casi, el olor de las fresas junto a los tanques de la gasolina.

Y también, en el centro de esta perfecta arquitectura, canta un pájaro: un fenómeno extraño que agujerea los ruidos. Los edificios silencian de súbito su estructura de relámpagos aéreos. Y el canto del cenzontle prosigue asesinando el ruido natural de la ciudad e introduce un olor que el tacto paladea, un color que viene de la infancia y que el oído toca, triturado alcatraz, geometría rigurosa: edificio de vidrios y sonido que en el humeante asfalto se nos queda.

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