De las piedras profundas un agua cristalina refleja el oro y el bronce, la cara del buey, las puertas y los nardos que tu partida deshacía.
Quiero acariciar tus cabellos cansados, agitar el légamo, adentrarme en el germen intocado de tu nostalgia y ser casi muerta en la agonía desde siempre, a la orilla del miedo, de ti faltando amor. De noche distante te pierdes, vertical y distante te apagas, te desvaneces.
Me alejé, recogí las cerezas, la miel, la perdiz que guardo para ti. Para ti florece la blancura sobre la colina de Ishtar. Ven, quiero ver tu cuerpo en la fosa fresca que besaré. Los años, luz tenue de estanque, son apenas duración.
Bésame, tu bendición es destino poblado de pájaros.
Duele saber que el astro vuelve: raíz entre piedras, hojas desgajadas del invierno. Pero los pájaros ya estaban en tu cara y un río de siete lenguas era tu árbol florecido. Por esta tierra desataste el sueño y el alba dejó escapar fulgor de lumbre. Color de áurea intensidad
el cielo es.
No, no moriste del todo. El pasado con todos tus sentidos, con todos sus escombros es bajo la piedra oscuridad que cubre tus manos yertas. Amorosamente en el lento río, morosamente en el mar del amor, muerta. En el agua te buscaré: aquellos días espejos mi voz derrama. De las entrañas brotan las aguas dulces, las sombras vegetales, la sustancia de amor que los dioses aguardan.
El atardecer derrama su balbucear en el bastón del ciego: conduce a lo sin rostro. No había voz ni brasa que me elevara, mi seno al miedo cada noche, al desamor mi sed. Breve es el amor y largo el camino que lo cultiva.
Mis ojos aprendieron a ver fijamente las piedras, la noche y la mirada de la madre, sus palabras extrañas. Aprendieron a ver sin mirar en lo que permanece. En la tarde de su descenso los vados filtran las hojas, la niebla se desparrama, mi madre se deja asir.
El viento sopla piedad por un último hálito. Sino, rastro, la cauda de su lamento arde, eleva su densa permanencia.
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